Por Rocío Vela
Abogada de los Juzgados y Tribunales de la República del Ecuador, con experiencia de 10 años en la Banca, en áreas de Inversiones y Banca Privada, 7 (+) años en el Mundo Fiduciario en las áreas de Administración, Estructuración, Contraloría; actualmente VP del área Legal y Riesgos.
Para ser fiduciario no basta conocer exclusivamente la materia; es preciso algo de psicología, economía, teología y algo más…. Vamos a comentar el tema de ser un agente fiduciario imbuido por el trabajo; de lo que se hace y deja de hacer para que el fideicomiso mercantil no sea manipulado, ultrajado, en fin, prostituido.
Nos parece ocioso referirnos a los antecedentes históricos del fideicomiso mercantil, sus similitudes y diferencias en América Latina, sobre todo cuando en la región hay expertos que lo explican tan bien que hasta lo comprende un neófito.
Nunca falta el “astuto” que cuenta verdades a medias –algo en lo cual los fiduciarios tienen amplia experiencia-; o el audaz que quiere que se lo acompañe al borde del precipicio, esos que saben más que cualquiera (porque no han dicho todo) y ven el fideicomiso como un utensilio, no como un medio para alcanzar objetivos. Con honestidad, es preferible trabajar para aquellos que, sabiendo o no de qué se trata el negocio, primero cuentan la situación y después preguntan si es posible ejecutar su idea. En términos más explícitos: debe preferirse a quien traiga un problema, para ver cómo se destraba y se llega a una solución, al que aporta una “solución” que deriva en problemas.
Para ser fiduciario no basta conocer exclusivamente la materia; es preciso algo de sicología, para entender el estado de ánimo de los clientes; un tanto de economía, para explicar que el costo de la figura es marginal y está en relación con los resultados alcanzados si se cumple el objeto. Subráyese “si se cumple”. No está demás saber de medicina, para indicar que leer contratos no es causa de infartos; un poco de teología, para aclarar que la invocación “Dios no quiera que suceda” nada tiene que ver con la religión. En verdad, resulta imprescindible cierta dosis de paciencia con funcionarios públicos convencidos de que todo lo que se puede hacer debe estar escrito en algún sitio, resistiendo el contacto con la realidad y de que para hacer o dejar de hacer, las leyes les deben mandar o permitir y a los privados mandar o prohibir.
El fiduciario que se respeta debe verse a sí mismo como un sastre que hace trajes a la medida para quienes están dispuestos a mantenerse en forma; ¿o acaso alguien pide que se le confeccione un traje que le quede grande o pequeño?
Daría gusto que quienes fijan las políticas fiscales no vean al fideicomiso como un salón de belleza donde se “maquillan” balances. No se exagera cuando se consulta una simple confirmación de recepción de declaración de impuestos, donde con otras palabras (que significan lo mismo) se indica: “acusamos recibo y más les vale que no estén mintiendo”. Pues no, señores; el fiduciario no es un mentiroso contumaz o un mitómano; es un profesional que administra confianza.
Podrán imaginar lo difícil que es para el fiduciario mantenerse imperturbable cuando aparece algún “creativo” que propone hacer algo indebido: hay que saber controlar los sentimientos para contener los deseos de lanzarlo por la ventana. También están los que piden, piden y piden y cuando llega la factura del profesional gritan: “¿taaan-toooooo?, pero si eso yo lo podía hacer”, y entonces piden… rebaja. O peor aún, los que pagan a un abogado el doble (o más) para que cambie el orden de las palabras o aumente unas cuantas comas a los contratos. ¡Duele!
Es difícil determinar si embriaga o aturde, sin importar si en el fondo suena a cumbia, salsa, merengue, tango, pasillo o ranchera, pero así es el transcurrir del buen fiduciario: no hay hambre ni sueño que se interpongan en el camino, sólo el deseo de que nada falle, de que el fideicomiso empiece y acabe bien. Y aunque se sabe que alguna vez podría no funcionar, nada ni nadie impedirán que el fiduciario siga seducido en sus redes